Original de: Froy Padilla Aragón
Por: Luis R. Delgado J.
Resumen
Siendo la masculinidad la identidad de género asignada a los varones, la misma implica una construcción histórica y simbólica, que se ha modificado a lo largo del tiempo, de acuerdo a los contextos sociales y culturales. La histórica asignación de roles diferenciales entre hombres y mujeres a lo largo de siglos, ha permitido la construcción de una serie de prejuicios y estereotipos, que naturalizan y normalizan, lo que ha sido una construcción cultural contingente, la desigualdad entre los sexos. Estos prejuicios son continuamente reproducidos en distintos espacios sociales como la familia, el sistema educativo, las iglesias, y en la época contemporánea ha cumplido un gran papel los distintos segmentos de la industria cultural en la promoción de diversos estereotipos de género. En este sentido, el cine por medio de sus películas, ha promovido a lo largo de su historia arquetipos de masculinidad y feminidad, ha establecido cánones estéticos y de la moda, que han repercutido en diversas generaciones a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. Particularmente resultó influyente el cine mexicano en su Edad de Oro (1936-1960) en la construcción de la masculinidad hegemónica que prevaleció en aquellos años en América Latina.
Palabras clave: cine; masculinidad; género; semiología; estereotipo sexual.
Introducción
Los roles de género, es decir, los diversos atributos que deben caracterizar a hombres y mujeres en las sociedades humanas, han sido definidos desde periodos tempranos de la historia por antiguos mitos y creencias religiosas, por sistemas filosóficos como el greco-romano o el confuciano, por pensadores modernos como Rousseau o Nietzsche. Todos estos modos de pensamiento y conciencia social han propiciado formas de organización jerárquica patriarcal y androcéntrica de la sociedad donde los hombres o lo masculino tienen prerrogativas sobre las mujeres o lo femenino, por lo tanto, se han tratado de sociedades atravesadas por mandatos de comportamiento, cómo deben actuar y comportarse los sujetos de acuerdo a su sexo, qué pueden y qué no pueden hacer. En este orden, Marcela Lagarde y de los Ríos explica que:
La desigualdad entre mujeres y hombres, y la opresión de género se han apoyado en mitos e ideologías dogmáticas que afirman que la diversidad entre mujeres y hombres encierra en sí misma la desigualdad, y que ésta última, es natural, ahistórica y, en consecuencia, irremediable.[1]
Ahora bien, aun cuando los roles de género, vienen siendo prescritos de forma implícita y explícita en el marco de las diversas culturas y modos de vida, por disímiles sistemas axiológicos, bien sean religiosos o filosóficos durante milenios, lo cierto es que el estudio del sistema sexo-género, y por consiguiente de la masculinidad desde las ciencias sociales, se viene realizando tan sólo en las últimas décadas. Los estudios de género de la masculinidad son de reciente data, y por tanto están en un proceso de construcción de conceptos, categorías y teorías parciales.
Si bien es cierto, la antropología viene analizando al patriarcado como fenómeno social desde el siglo XIX, es gracias a la conceptualización que realizan las teóricas feministas de la categoría género a partir de la segunda mitad del siglo XX, lo que facilita una comprensión más profunda de las relaciones sociales entre los sexos, por medio de estudios más detallados y críticos de las diversas formas de expresión del patriarcado, formas de dominación y opresión que han padecido las mujeres en el devenir histórico. De acuerdo a Lagarde y de los Ríos: “Hombre y mujer han sido siempre sexualmente diferentes. En un proceso complejo y largo, se separaron hasta llegar a desconocerse. Así se conformaron los géneros por la atribución de cualidades sociales y culturales diferentes para cada sexo”[2].
Por otro lado, aun cuando los estudios de la mujer han tenido preeminencia en los estudios de género, ya que estos han sido promovidos esencialmente por los movimientos sociales feministas, el género siendo este una categoría científico social que explica los roles diferenciales de hombres y mujeres, ha permitido el estudio del comportamiento de la masculinidad en los últimos años[3]. Al ser una línea de investigación en el seno de los estudios de género, los estudios sobre las masculinidades vienen ganando terreno progresivamente de forma destacada. Particularmente en América Latina, los estudios sobre las masculinidades de acuerdo a Aguayo y Nascimento, han progresado en las últimas dos décadas de forma sustantiva en cuanto a cantidad y calidad de su producción de aportes teóricos, datos y debates[4].
En este sentido, Schongut Grollmus considera:
… el concepto de masculinidad hegemónica, una noción que desde sus inicios ha estado cargada de reflexiones y críticas. Este concepto ha sido uno de los más influyentes en la concepción de una estructura jerárquica en la construcción del género, ya que ha generado nuevas formas de comprender esta noción desde los estudios de masculinidad y los estudios críticos de los hombres.[5]
Una conclusión fundamental de estos estudios, es que siendo la masculinidad la identidad de género asignada a los varones, la misma implica una construcción histórica y simbólica, que se ha modificado a lo largo del tiempo, de acuerdo a los contextos sociales y culturales[6]. Hoy resulta evidente que las masculinidades fueron diversas en los pueblos originarios, variaban desde los Aztecas a los Incas, de los Chibchas a los Caribe; la masculinidad greco-latina antigua es muy diferente a la masculinidad de los italianos y griegos contemporáneos. De hecho, la masculinidad latinoamericana de inicios del siglo pasado se ha transformado de forma importante en relación a la masculinidad de esta primera etapa del siglo XXI.
La histórica asignación de roles diferenciales entre hombres y mujeres a lo largo de siglos ha permitido la construcción de una serie de prejuicios y estereotipos, que naturalizan y normalizan, lo que ha sido una construcción cultural contingente, la desigualdad entre los sexos. Estos prejuicios y estereotipos son continuamente reproducidos en distintos espacios sociales, la familia por ejemplo, reproduce el orden androcéntrico a través de la socialización primaria de los niños y niñas en la crianza; el sistema educativo, hasta hace menos de un siglo sexualmente diferenciado, también ha sido un gran aparato o mecanismo reproductivo del patriarcado; ni hablar en la época contemporánea del gran papel que han cumplido los distintos segmentos de la industria cultural en la promoción de diversos estereotipos de género.
En este sentido, el cine por medio de sus películas, ha promovido a lo largo de su historia arquetipos de masculinidad y feminidad, ha normalizado e incentivado formas de ejercicio de la sexualidad y el amor romántico, ha establecido cánones estéticos y de la moda, que han repercutido en diversas generaciones a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI.
Particularmente en América Latina, el cine mexicano fue muy influyente en buena parte de la región entre 1936 y 1960. Durante ese cuarto de siglo, esta industria cinematográfica logró competir y en algunos casos superar la presencia del cine estadounidense en diversos país, sobre todo en Centroamérica y los países caribeños, incluidos Colombia y Venezuela. Las películas mexicanas, que inicialmente fueron concebidas para contribuir a la construcción de la identidad nacional, producto de su expansión, terminaron influyendo en la definición del ser latinoamericano.
Evidentemente, esta construcción identitaria además de sus rasgos generales, conllevaba una definición de la masculinidad y de la feminidad; actores y actrices, los diversos personajes, pasaron a convertirse en referentes, arquetipos y modelos. Hombres y mujeres de diversos países latinoamericanos vieron en las películas mexicanas, formas de comportamiento amoroso-erótico, identidades de género claramente definidas y heteronormadas, modos precisos de expresar la masculinidad y la feminidad.
En este orden, el presente estudio pretende definir de forma sucinta cómo el cine mexicano entre 1936 y 1960, influyó de forma decisiva en la construcción de la masculinidad hegemónica prevaleciente en dicho periodo en buena parte de la región.
Preponderancia del cine mexicano en América Latina (1936-1960)
México es sin duda uno de los países latinoamericanos con más dilatada y extensa trayectoria cinematográfica. El periplo del cine mexicano se remonta a finales del siglo XIX y se prolonga hasta el día de hoy, cuando una generación de directores encabezados por Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro, han proyectado al mundo entero su talento descollante en un cine cada vez más transnacionalizado. Como toda historia, la del cine mexicano está llena de altibajos, pero lo cierto es, que en determinantes momentos ejerció una indiscutible hegemonía y proyección en la región, sobre todo en ese periodo que ha sido definido como Edad o Época de Oro del Cine Mexicano, tiempo que se despliega entre 1936-1960.
En 1896, llegó a México el primer cinematógrafo de América Latina. Más adelante cineastas franceses vinculados a Lumiére filmaron 35 breves cortometrajes. Es así como las nuevas tecnologías cinematográficas llegan al país azteca, apareciendo las figuras pioneras en los nombres de Salvador Toscano, Carlos Mongrand y Enrique Rosas[7].
Es importante señalar que a partir de 1910, el cine se desarrolló de forma importante al fragor de la Revolución Mexicana. El género documental, donde se mostraban las campañas militares, la vida rural y urbana del país, va a ser preponderante hasta 1919. Posteriormente en la década de los 20, la producción de cine estará influenciada por las vanguardias artísticas del muralismo y el arte militante, aunque ya empiezan a prefigurarse los melodramas, sin embargo, la producción será limitada por falta de financiamiento y recursos técnicos. El verdadero boom del cine mexicano se desarrollará en los años 30, a partir de películas sonoras, y gracias a las influencias técnicas de cineastas como Serguéi Eisenstein y Paul Strand, sobre los realizadores mexicanos como Fernando de Fuentes, Emilio “El Indio” Fernández, y Gabriel Figueroa.
En este sentido, en 1931, es proyectada Santa, la cual constituye la primera película sonora filmada en México, en dicha película ya son perceptibles un conjunto de influencias que serán relevantes en el subsecuente desarrollo del cine azteca. En esta primera mitad de la década de los 30, Fernando de Fuentes es sin duda el director más influyente, su trilogía centrada en la Revolución Mexicana (El prisionero trece; El compadre Mendoza; y Vámonos con Pancho Villa) marca un hito. Sin embargo, es Allá en el rancho grande (1936), su película más exitosa en términos de taquilla, siendo a su vez el film que posiciona al cine mexicano en los mercados latinoamericanos[8].
Entre 1936 y 1960, México gracias a la comedia ranchera, se va a convertir en el productor y exportador cinematográfico más importante de la región. Durante el periodo, la industria mexicana de cine se potenciará con el arribo de intérpretes, cineastas y técnicos de diversos lugares de América Latina y Europa. Por lo cual la presencia del cine azteca se hará sentir no solo en los países de habla hispana del continente, sino también en la España franquista, en Francia e Italia, incluso en países del campo socialista como Checoslovaquia y Yugoslavia[9].
Al respecto, John King nos informa de algunos datos interesantes. Para 1938, en México la industria cinematográfica era solo superada en términos económicos por la industria petrolera. Si en 1935 se produjeron 25 películas, ya en 1938 este número se había elevado a 57. De igual forma, debe destacarse que la participación del cine mexicano en el mercado interno se elevó de 6,2% en 1941 a 24.2% en 1949, 107 películas se realizaron durante ese año en cuestión[10]. También es importante resaltar, que para 1951, la industria cinematográfica mexicana contaba con una capacidad productiva excedentaria, al contar con 58 foros de filmación[11].
Para que se diese esta expansión del cine mexicano, se requirió una férrea voluntad y financiamiento del Estado, y unas condiciones internacionales que facilitaron el desarrollo de dicha industria cultural. Entre los hitos políticos a destacar, debe recordarse el acuerdo fílmico establecido entre los gobiernos mexicano y español-republicano en 1933, que establecía una censura y sanciones para aquellas películas que fueran difamatorias para cualquier país hispanoamericano, se trataba sin duda de una expresión de nacionalismo cultural frente al expansionismo de Hollywood[12].
Debe señalarse que es a partir del gobierno nacionalista y reformador de Lázaro Cárdenas, que se inicia una intervención cada vez más directa por parte del Estado mexicano en la producción fílmica nacional con fines ideológicos-propagandísticos y económico-comerciales. Las políticas reformistas de Cárdenas, tales como la nacionalización del petróleo, repercutieron también en la industria cinematográfica. Tanto el gobierno de Cárdenas como posteriormente de Manuel Ávila Camacho desarrollaron diversas estrategias para el impulso de la producción de cine. Entre estas estrategias deben destacarse, la promoción de la Cinematográfica Latinoamericana S.A., conocida por sus iniciales CLASA, fundada en 1935 por Aarón Sánenza, Agustín Legorreta, Salvador Elizondo y Alberto J. Pani; de la misma forma fue importante instituir el tiempo de pantalla, establecido en 1939 para garantizar un porcentaje de días de proyección en las salas de cine, de películas de producción nacional; posteriormente, en 1942 se creó el Banco Nacional Cinematográfico para el financiamiento de productores privados, la modernización técnica y administrativa de la industria, etc.; más adelante, se conforman las distribuidoras Películas Mexicanas (1945) y Películas Nacionales (1947); se crea la Comisión Nacional de Cinematografía en 1947; y finalmente, en 1949 se promulga la Ley de Cinematografía[13].
Además de estas estrategias políticas gubernamentales, John King establece que también existió un contexto y otras acciones específicas favorables:
El éxito del cine mexicano en los años cuarenta se debió a una serie de circunstancias: las oportunidades comerciales adicionales ofrecidas por la guerra, el surgimiento de un importante número de directores y fotógrafos, y la consolidación de un star system basado en una fórmula ya comprobada…., la disminución de las exportaciones de Hollywood durante la guerra, el ocaso del cine argentino debido a la hostilidad norteamericana, y el apoyo financiero dado al cine mexicano a través de la Oficina de Coordinación, a cargo de Rockefeller, le ofrecieron a la industria oportunidades únicas de desarrollo. En 1942 se estableció el Banco Cinematográfico, respaldado por capital privado pero con garantías de entidades oficiales como el Banco de México.[14]
Ahora bien, en relación a la temática de este ensayo, lo más relevante a destacar es la influencia cultural del cine mexicano en buena parte de América Latina. La industria cinematográfica azteca en su periodo dorado, moldeó los gustos y expectativas, desarrolló una estética que estableció tonalidades y estilos que prefiguraron el sentido común de las audiencias[15]. Se trató sin duda, de un proceso de colonización del imaginario social mexicano y latinoamericano para sedimentar una ideología del multiculturalismo restringido, un proyecto de identidad nacional, que terminó transnacionalizándose en la región. La proyección en las películas de un conjunto de personajes y estilos de vida, construyeron y naturalizaron un estereotipo de “lo mexicano”, y por extensión de “lo latinoamericano”, normalizaron un sistema de valores, actitudes y creencias[16].
El éxito del cine mexicano entre 1936 y 1960 en las audiencias, se debió a su capacidad de combinar aspectos relevantes de la cinematografía hollywoodense, como su modelo de producción industrial, sus técnicas de montaje, sus exitosas formas narrativas y técnicas de construcción de personajes bajo el modelo del star system, con historias, temáticas y elementos estéticos más afines a la sensibilidad latinoamericana en una etapa donde todavía lo rural y urbano se encontraban muy entremezclados. No es casual que “Esther Fernández, María Félix, Dolores del Río, Tito Guízar, René Cardona, Jorge Negrete, Pedro Infante, son venerados como verdaderos dioses, no sólo en México sino en gran parte de América Latina”[17].
Sin embargo, pese a los notables éxitos registrados por el cine mexicano fundamentalmente en la década de los 40, ya en 1953 son perceptibles las semillas de la decadencia en el marco del gobierno de Adolfo Ruiz Cortines. La industria cinematográfica fue perdiendo progresivamente calidad y originalidad, aun cuando su productividad se mantuvo hasta la década del 60. Un hecho que impactó negativamente fue la recuperación de la competitividad del cine estadounidense, la industria cinematográfica norteamericana se reestructura luego del fin de la segunda guerra mundial, reclamando nuevamente sus nichos comerciales en el mercado mexicano y latinoamericano. Otro factor, que deterioró la industria del cine en México, fue la creciente monopolización de las políticas de financiación estatal cada día más concentrada en manos de unos pocos y poderosos productores, exhibidores y distribuidores. Por otro lado, la fortaleza de los sindicatos, pertinente para las luchas reivindicativas y la defensa del empleo, se convirtieron en obstáculos para el ingreso de nuevos talentos a la industria. A finales de la década de los 50, cerraron tres de los estudios de cine más importantes de México: Azteca, Tepeyac y Clasa Film. Lo cierto es que pese al empleo del color o del Cinemascope, la industria bajó de nivel considerablemente, porque sus historias dejaron de ser seductoras y originales, volviéndose cada vez más monótonas y repetitivas[18]. Finalmente el Estado tuvo que nacionalizar toda la industria para tratar de mantenerla a flote[19].
El cine mexicano y su influencia en la construcción de la masculinidad hegemónica en América Latina (1936-1960)
El cine realizado en México entre los años 30 y los años 50 del siglo pasado, como se ha expresado en líneas anteriores, fue profundamente influyente en ese país y en la región porque supo combinar los avances técnicos de la época con un mensaje que tuvo gran recepción en las audiencias, tuvo una serie de narrativas que fueron atractivas para el público. El cine de la Era de Dorada logró proyectar una serie de valores y modelos de vida “típicos” que cancelaron la diversidad cultural, pero con los cuales se identificaron las masas, logrando instituir un conjunto de estereotipos, de costumbres, de prácticas culturales, de lenguajes, que terminaron convirtiéndose en guías de comportamiento: la actitud varonil, el ser pobre pero honrado, la feminidad sumisa y complaciente, la maternidad, las relaciones de parentesco, el adulterio como práctica masculina, entre otros. De esta forma, el cine mexicano fue un mecanismo importante en la construcción de la identidad nacional y popular inspirada en la Revolución de Pancho Villa y Emiliano Zapata[20].
El modelo del star system presente en el cine mexicano, tiene una serie de implicaciones simbólicas, los actores y las actrices no solo personificaron representaciones, sino que fueron esenciales en la creación y construcción de un universo social sublimado e hiperbólico, constituyendo una audiovisión de lo que debía ser la feminidad o la masculinidad. En este sentido, los gobiernos mexicanos alentaron una relación entre la hombría (violenta, galante y viril) con traje de charro y la identidad nacional, el cine junto a otras expresiones artísticas como el muralismo o la música ranchera cumplieron un papel destacado el ejercicio de este modelaje social[21].
La teoría feminista del cine, que constituye una serie de estudios críticos que se desarrollan fundamentalmente entre los años 70 y los años 80 del siglo pasado, centró su primer foco de atención a la crítica de los estereotipos de género predominantes en las películas, en la cual el hombre es esencialmente sujeto activo observador, objeto de identificación, mientras que la mujer es esencialmente objeto pasivo observado, objeto de deseo y goce[22].
La crítica feminista a la filmografía en general, ha demostrado que el lenguaje cinematográfico representa y construye ciertos imaginarios de masculinidad en determinados contextos culturales e históricos, independientemente los personajes representen diversas razas y clases sociales. Las películas pueden incidir en la construcción de modelos y estereotipos de género, expresando el consenso de la ideología dominante en un momento determinado. En este orden, la configuración de las masculinidades hegemónicas a través de las representaciones cinematográficas en América Latina, fueron posibles por la difusión de tipologías normalizadas de amor, violencia y sexualidad[23].
Es importante establecer que los estudios de género, coinciden en señalar, que las masculinidades imperantes en la mayoría de las sociedades humanas, están transversalizadas por lógicas y prácticas misóginas, androcéntricas, sexistas y heteronormativas. Por lo tanto, son masculinidades que reproducen de diversas maneras la opresión, subordinación, el sometimiento, y explotación tanto de las mujeres como de las disidencias sexuales. Esto quiere decir, que la masculinidad hegemónica es esencialmente patriarcal y heteronormativa[24].
En América Latina, las tramas y biopolíticas del patriarcado, tal como hoy está estructurado, tiene sus orígenes histórico-genéticos en el periodo colonial hispano-lusitano. Para Amorós, se trata de una herencia cultural que articula la cultura misógina greco-latina y la cultura misógina judeo-cristiana, mediante un proceso que se amalgama en la Edad Media de Europa occidental, y tuvo en el catolicismo su principal vehículo de propagación y argumentación ideológica[25].
La masculinidad patriarcal hegemónica en la región da cuenta de una serie de prejuicios y estereotipos, donde se establece que los hombres deben ser valientes, inteligentes, violentos, viriles, competitivos, y fuertes, mientras que las mujeres deben ser sentimentales, maternales, amables, débiles, pasivas, obedientes, dóciles, sensuales e infantiles. Esto implica que, los únicos sujetos sociales que tienen las condiciones para liderar o comandar, pensar y gobernar, o pelear, son los hombres. No es casual que la mayoría de los aparatos ideológicos o la industria cultural latinoamericana, donde destaca el cine, sirviesen a la reproducción y construcción de estos estereotipos de género[26].
Desde la temprana socialización, los niños serán formados diferencialmente en relación a las niñas; desde el propio seno familiar se desarrollarán estrategias de masculinización dominantes, signadas por lo valores patriarcales específicos de acuerdo al contexto y tiempo histórico[27]. En las instituciones educativas y deportivas se impondrán códigos y visiones hegemónicas y tradicionales sobre una masculinidad heterosexual y homófoba, donde la agresividad, la disciplina, la competitividad, el valor, la fuerza física y el asumir riesgos, constituirán el deber ser de los futuros hombres[28]. Debe tomarse en cuenta que durante la adolescencia se construyen las masculinidades y las feminidades, es en este periodo vital en que las masculinidades existentes son apropiadas y habitadas, llevándose a cabo un proceso de negociación o rechazo de patrones tradicionales de género[29]. Sin duda en estas etapas tempranas de maduración de la personalidad, durante el siglo XX, primero el cine, y luego en conjunto con la televisión, tendrán un efecto decisivo en la socialización de los niños y los adolescentes, los actores y personajes, junto a las estrellas deportivas constituirán los grandes referentes.
De acuerdo a Luis Bonino, la masculinidad hegemónica, se define como:
… la configuración normativizante de prácticas sociales para los varones predominante en nuestra cultura patriarcal, con variaciones pero persistente. Aunque algunas de sus componentes estén actualmente en crisis de legitimación social, su poder configurador sigue casi intacto. Relacionada con la voluntad de dominio y control, es un Corpus construido sociohistóricamente, de producción ideológica, resultante de los procesos de organización social de las relaciones mujer/hombre a partir de la cultura de dominación y jerarquización masculina. Elemento clave en el mantenimiento de dicha cultura, deriva su poder de la naturalización de mitos acerca de los géneros, construidos para la legitimación del dominio masculino y la desigual distribución genérica del poder.[30]
La masculinidad hegemónica constituye un proceso de subjetivación tan intenso, que incluso impacta en los hombres de la comunidad homosexual y bisexual, donde la feminidad es despreciada y subalternizada, es decir, aquellos gay que sean afeminados son degradados al no ajustarse a los parámetros de la masculinidad tradicional[31].
Ahora bien, visto los rasgos esenciales de la masculinidad hegemónica, que ha sufrido ciertas mutaciones pero también refleja continuidades, es importante retomar el tema fundamental que nos atañe, la historiografía del cine latinoamericano, da cuenta que hace 80 años el cine mexicano logró disputar relativamente la hegemonía al cine hollywoodense, y en esta disputa logró posicionar una serie de elementos simbólicos, semióticos e ideológicos tanto en México como en América Latina. Uno de estos aspectos fundamentales fue una contribución al modelaje de un tipo de masculinidad tradicional que reunía al mismo tiempo aspectos rurales y urbanos de la vida social de la época.
Entre 1936 y 1960, los hombres jóvenes y adultos de buena parte del continente vieron en Pedro Infante o en Jorge Negrete un modelo a emular. Las actitudes, los peinados, el bigote o el uso de sombrero de los actores mexicanos, fueron asumidos por un buen número de hombres latinoamericanos. De igual forma fue de suma importancia la música ranchera que acompañaba las películas, muchas canciones aun hoy son clásicas de la cultura popular. Sus contenidos claramente están cargados de ideología, de estereotipos de género, de reflexiones sobre el amor, el erotismo y la sensualidad, en clara clave heterosexual.
Al igual que en un momento dado el cine argentino con la figura de Carlos Gardel se proyectó a nivel regional, el cine mexicano durante más de dos décadas impactó en la definición simbólica de la masculinidad y la feminidad latinoamericana. Mientras Esther Fernández y María Félix eran personificaciones del deseo masculino, Tito Guízar, René Cardona o Jorge Negrete se convirtieron en referentes de lo que es ser un hombre de verdad, a lo mero macho.
Por esta razón, como plantea Claudia Puente Vázquez:
El cine, como espectáculo masivo y globalizado, se torna una ventana de representaciones cuyos efectos performativos son tangibles, por lo que es necesario desarrollar herramientas críticas para abordar su análisis, en este caso, desde una crítica a los estereotipos construidos culturalmente a través del binomio de género.[32]
Vemos entonces que el cine constituye una práctica de cultura que produce y reproduce significados. Sin embargo, es importante tener claridad, que las audiencias no son consumidoras pasivas de contenidos, constituyen más bien comunidades interpretativas, donde la recepción de las películas hay que comprenderlas más como un proceso de interacción, negociación y resignificación de las convenciones sociales y los significados[33].
Es cierto que las industrias culturales inciden sustancialmente en la conformación de adscripciones de identidad y mundos de vida. El cine por medio de configuraciones estéticas y de conocimiento promueve maneras de entender el mundo, ya que participa en la construcción de gustos y estilos culturales. Empero, sería un error sobreestimar la capacidad de manipulación de los medios audiovisuales, ya que existen múltiples espacios de socialización como la familia, la escuela, la religión, y demás espacios políticos, culturales o sociales, que son complementarios, pero que en determinados momentos entran en contradicción, disputando los horizontes de sentido a las industrias culturales.
Es decir, a pesar que el cine mexicano entre 1936 y 1960 incidió en la definición y reproducción de una forma de masculinidad hegemónica en la región, es evidente, que esta identidad de género, a nivel regional estuvo impactada simultáneamente por las ideologías prevalecientes en las familias, el sistema educativo, las creencias religiosas, los modelos de ciudadanía impulsados por los Estados nacionales latinoamericanos, entre otros espacios.
A modo de conclusión
De acuerdo a la investigadora Maricruz Castro-Ricalde:
En Bogotá, Caracas, Santiago de Chile o Lima se puede tomar tequila, escuchar mariachi, ir a restaurantes de comida mexicana o poder solicitar, en sitios no especializados, guacamole o salsa picante. Es decir, hay una presencia significativa de la cultura mexicana, constatada no sólo por la gastronomía, sino por imágenes de Frida Kahlo, iconografía relacionada con la Virgen de Guadalupe, sombreros charros, música ranchera e, incluso, narcocorridos. Lo que los mexicanos consideran sus símbolos nacionales, en muchos casos, forma parte de la vida cotidiana en otros países de América Latina.[34]
Aun cuando lo anterior ha sido un proceso desarrollado durante décadas, no hay duda que la impronta del cine mexicano en su Edad Dorada constituye una de las raíces esenciales de la expansión de elementos culturales de la nación azteca en la región. Esta cinematografía promovió una serie de símbolos y relatos que fueron apropiados por las audiencias de diversos países tanto centroamericanos como sudamericanos. De ahí parte que el cine y la televisión mexicana sean de los más influyentes en la historia contemporánea, desde las películas con Pedro Infante o Cantinflas, pasando por el Chavo del 8, telenovelas, y el nuevo cine desarrollado por realizadores como Alfonso Cuarón, Luis Estrada, Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro.
Tanto el cine como la música mexicana producida entre 1936 y 1960, proyectaron un modelo de masculinidad hegemónica, cargada de estereotipos que hoy siguen definiendo al hombre latinoamericano en el mundo. En Europa o Estados Unidos resulta un lugar común o un cliché, asumir que los hombres latinoamericanos son muy machistas, fogosos o mujeriegos, sin duda un constructo cultural construido a lo largo de años de consumo de producción cinematográfica y televisiva cargadas de estereotipos de género, por dar un ejemplo, películas contemporáneas de Robert Rodríguez como Desperado (1995) o Machete (2010), han llevado estos estereotipos al extremo de su caricaturización.
En relación a las influencia del cine mexicano en la construcción de una masculinidad hegemónica para el periodo 1936-1960, esta viene dada por el hecho de que la representación del género es al mismo tiempo su construcción, la historia de la definición de los rasgos y roles de género está grabada en la historia del arte y la cultura de las diversas sociedades. Aun cuando algunas veces no es tan evidente, la construcción genérica está presente de forma sustantiva en las diversas prácticas y expresiones artísticas, en la actividad académica e intelectual, incluso en las teorías de vanguardia radicales[35].
Ya pensemos en el cine como suma de las experiencias propias, como espectadores en la situación socialmente determinada de la recepción, o como conjunto de relaciones entre el carácter económico de la producción de películas y la reproducción ideológica e institucional, el cine dominante instala a la mujer en un particular orden social y natural, la coloca en una cierta posición del significado, la fija en una cierta identificación.[36]
Esta reflexión de Teresa de Lauretis, también aplica para el estudio del hombre en el cine. Esta autora en su clásico Alicia ya no. Feminismo, semiótica y cine, nos da luces de como por medio de la representación y los efectos del lenguaje, las mujeres y hombres se construyen como seres sociales. El cine al constituir una tecnología social y un aparato semiótico, interpela a los hombres y mujeres como sujetos; las actividades significativas que implican las películas inciden en la constitución de las subjetividades. Sin embargo, hombres y mujeres no son identidades indivisibles, sino que se encuentran en permanente construcción, por lo cual aun siendo impactados de forma significativa por una serie de imágenes fílmicas en movimiento, están abiertos a la influencia de diversos estímulos provenientes de distintas instancias sociales signadas por cambiantes posiciones ideológicas. Es decir, las historias personales se encuentran en una relación dialógica compleja con el devenir de las formaciones ideológicas que prevalecen en las sociedades. Hombres y mujeres permanentemente reelaboran los códigos y significados de acuerdo a sus experiencias subjetivas personales, no son consumidores pasivos de contenidos e imitadores ingenuos de modelos o estereotipos[37].
Como ya expresamos en líneas anteriores, si bien es cierto el cine mexicano durante su Edad Dorada, influirá notablemente en la construcción y promoción de un modelo de masculinidad hegemónica, está también se verá influenciada y reproducida por una serie de instituciones que hacen parte de la socialización de los individuos. Los valores de la familia tradicional, la influencia de la iglesia católica, el sistema educativo de la época, y todo el conjunto del sistema sexo-género de los años 30 a los años 60 incidirán de forma conjunta y complementaria en la construcción identitaria de los varones de buena parte de América Latina. De más está decir, que pese a los cambios registrados de las últimas décadas este modelo de masculinidad todavía perdura con sus matices en buena parte de la región.
Bibliografía
Fuentes secundarias
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[8] King, El Carrete.
[9] Maricruz Castro-Ricalde, “El cine mexicano de la edad de oro y su impacto internacional”, La Colmena: Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México, 82 (2014): 9-16.
[10] King, El Carrete.
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